Cajas de lágrimas vacías

by lourdeschamorrocesar

Era un 28 de diciembre. Tenía yo ocho años y vivía con mi abuelita y mis nueve hermanos y hermanas, pues mi mamá murió cuando yo nací podría decir. Mi papá se iba toda la semana a trabajar fuera de la ciudad y llegaba solamente los fines de semana.

Ese 28 de diciembre, desde muy tempranito mis hermanos y yo, planeamos con mucho cuidado, las bromas que durante el día usaríamos para vacilar a quien se nos pusiera enfrente. Teníamos una apuesta a ver quién sería capaz de engañar más y a más personas y algo extra para la originalidad. Andábamos en grupo y si uno hacía la broma, los otros observaban y apuntaban.

El premio eran cinco córdobas, que le habíamos robado de peso en peso a mi abuela durante la semana y un córdoba extra por la originalidad.

Nunca imaginé que además de ganarme los seis córdobas solamente para mí, ganaría también un triste recuerdo y un sentido de culpa que me perseguiría por muchos años. Hoy, después de mas de 40 años, llevo en mí aquella experiencia de ese 28 de diciembre, cuando Don Aniceto, el jardinero descalzo, callado, humilde y confiado, aceptó con una gran sonrisa un regalo con empaque atractivo, adornado con un moño rojo sangre brillante que yo le ofrecí. Nunca olvidaré cómo su sonrisa, se transformó en una mueca acompañada de una casi invisible lágrima, cuando al abrir el regalo, encontró que la caja estaba vacía y antes de que pudiera arrepentirme, yo misma me escuché diciendo: ¡Pasó por inocente!

Años después, en un funeral, pero muchos años después, aquella caja vacía con empaque atractivo, que hizo aparecer una casi invisible lágrima en el rostro de aquel hombre humilde y confiado, volvió a mi memoria de esta manera:

Hace poco, me encontraba en La Parroquia de la Asunción de Masaya en la misa del entierro de un ser muy cercano a mí. Murió en los Estados Unidos, por consiguiente, el ataúd era diferente a los de Nicaragua. Podría describirlo como muy flamante. Era gris, con remaches plateados; un brillo tenue se desprendía del ataúd, por los efectos de los últimos rayos del sol que se filtraban por las ventanas. Daba la impresión que el ataúd era mas grande y mas ancho que los que estamos acostumbrados a ver.

Sumergida en mi dolor y para no enseñar mis ojos aguados por la emoción del momento, los escondí detrás de mis anteojos oscuros. No me di cuenta que tres niñitas humildes, haraposas y bastante sucias, se entrometieron prácticamente en mi banca para curiosear. Yo estaba sentada en la esquina, dando a una ventana, por lo tanto era cómodo para ellas ubicarse ahí, cerca de la ventana y cerca del ataúd.

A la hora del Padrenuestro, una de las niñas me tomó de la mano para rezar y las otras tres, hicieron lo mismo hasta que formamos una cadena. Me emocioné más todavía. Volví a ver a la niña y a través de mis anteojos oscuros, le sonreí a manera de aprobación. Al terminar de rezar, ella me guiñó la mano como para decirme algo. Agachándome yo y empinándose ella, me susurró al oído una pregunta tan inverosímil para mí y tan natural para ella, que todavía resuena en mis oídos: ¿Es nuevo ese ataúd? E inmediatamente, como queriéndome salvar de la respuesta, prosiguió: porque en mi casa, ya van cinco que se entierran con la misma caja y ya está viejita…

Como si la pregunta hubiera activado un botón para retroceder una película antígua, mi memoria revolvió los recuerdos, retrocediendo en el tiempo como una máquina automática deseosa de reparar algún error de antaño. Me encontré con Don Aniceto abriendo aquella caja de empaque atractivo que yo le diera un 28 de diciembre hacía tanto, tanto tiempo. Mis ojos se humedecieron aún mas detrás de los anteojos oscuros; solamente yo lo supe y en medio de tanta emoción encontrada, pude distinguir mi oportunidad.

Le pregunté a la niña dónde vivía y al día siguiente, con mi carga preciada de víveres, juguetes y un ataúd nuevo, me dirigí con el chófer a Monimbó, en busca de la niña: de la esquina con la casa de adobe -me había explicado- donde siempre hay dos perros bullangueros amarrados, siga dos cuadras palante y en la segunda cuadra, de “La Remendona“, dos casas mas para allá es mi casa, rumbo al cementerio. Usted verá, Doñita, un palo de jícaro requete cargado de semillas y como mi abuelita que nos cuida, hace jícaras, pues también verá jícaras en la entrada de la casa.

…Tan tan (golpeo), buenas tardes. No había terminado de golpear la varanda de madera que protegía la ventecita de jícaras recién grabadas, cuando una voz me responde: Adelante ¿Desea comprar jícaras? ¿Cuántas quiere? No, no -le digo- sí, sí, deme una docena…pero…vengo porque me encontré ayer con su nietecita en la Parroquia…La mujer, mas o menos de mi edad, me queda viendo, como que en ella también hubiera una máquina del tiempo. Pensé que así debió de haber sido mi expresión el día anterior, cuando la mía me hizo retroceder tantos años. La mujer, me queda viendo y lentamente, como movida por una fuerza extraña, me pregunta, al mismo tiempo que me toma las dos manos entre las suyas: ¡¡¡¡Hola, niñita Mariita de la Urden!!!! ¿No se acuerda de mí? Soy la Chentita…que llegaba a su casa de su abuelita con mi papá Aniceto. Un zumbido lejano invadió mi entendimiento y me encontré dentro de mis recuerdos, jugando con la Chentita en el patio de atrás de mi casa en Granada, especialmente aquel día de Los Inocentes, donde también su carita se llenó de tristeza…

Han pasado ya dos años…

La niña, su nietecita, cada vez que las visito, me toma de la mano y me lleva al patio de atrás de su casita humilde, para enseñarme con orgullo aquella caja vacía, que cuelga muy flamante del alero. La Chenta sacude todos los días el polvo que acaricia la superficie del ataúd, que sigue en espera de un nuevo usuario. Yo, sigo recordando a Aniceto y aquella caja vacía con un moño rojo, que un día hace ya muchos años, le sacó una casi invisible lágrima.

Lourdes Chamorro César

S. XX